SER CRISTIANO EN UN MUNDO ADVERSO PARTE II

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Una red abierta
En el Imperio Romano, prácticamente cada ciudad, pueblo y familia tenía sus dioses particulares, a los que se les rendía tributo con especial atención. De la misma manera que, por ejemplo, relacionamos a Israel con Jehová, la identidad de cada etnia y nación estaba íntimamente ligada a sus deidades particulares. Pero Jesús, en medio de este contexto, predicó acerca de su Padre, el único Dios, que no es posesión exclusiva de ninguna raza, etnia o grupo. Su poder abarca el mundo entero y su posesión no está limitada a etiquetas humanas.

Hay que decirlo: el cristianismo fue una de las primeras religiones inclusivas. Se recibía a los extraños y rechazados; a los pobres, a los esclavos y también a los ricos. Todos eran bienvenidos. A diferencia del judaísmo, unirse no requería identificarse con las costumbres o características particulares de un pueblo. Y así, como una red abierta, la Iglesia atrajo a personas de toda lengua, nación y condición.

La famosa carta que Plinio el Joven, gobernador de Bithynia et Pontus, escribió en el año 112 al emperador Trajano, pidiéndole consejo sobre cómo enfrentar a los cristianos, ofrece un elocuente testimonio sobre la diversidad de la Iglesia primitiva:

El asunto me ha parecido digno de consultar, sobre todo por el número de denunciados: son, muchos, de hecho, de toda edad, de toda clase social, de ambos sexos, los que están o estarán en peligro. Y no es sólo en las ciudades, también en las aldeas y en los campos donde se ha difundido el contagio de esta superstición.

Desde el principio, muchos cristianos siguieron el llamado de su Maestro y viajaron a tierras lejanas para predicar las buenas noticias. Sin embargo, a pesar de la indiscutible importancia que tuvo la predicación misionera, se tiende a olvidar el papel fundamental que tuvieron los cristianos ordinarios, que tal vez nunca salieron de sus ciudades o pueblos de origen, pero que a través del testimonio de su vida cotidiana mostraron el poder del Evangelio. Hechos 2:44-47 lo ilustra muy bien:

Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común: vendían sus propiedades y posesiones, y compartían sus bienes entre sí según la necesidad de cada uno. No dejaban de reunirse en el templo ni un solo día. De casa en casa partían el pan y compartían la comida con alegría y generosidad, alabando a Dios y disfrutando de la estimación general del pueblo. Y cada día el Señor añadía al grupo los que iban siendo salvos.

En la brutal, despiadada y dividida sociedad Romana, el valor de ser parte de una comunidad como esta no era poca cosa.

Pongámonos, por ejemplo, en los zapatos de un forastero recién llegado a Roma, proveniente de un pueblo lejano, en busca de oportunidades de trabajo. Sin dinero, familia, ni amigos, se encuentra ahora en medio de una ciudad de 500 mil habitantes sin apoyo ni relaciones de ningún tipo. En la calle lo rechazan, al hablar se burlan de su acento y nadie lo toma realmente en serio. Un día conoce a una persona diferente, que le habla con atención: dice ser cristiano, le comparte de su fe y lo invita a conocer a sus amigos. Conforme pasa el tiempo, la vida de este extranjero se transforma mientras aprende y comparte con este asombroso grupo de hombres y mujeres que, a pesar de ser de nacionalidades y estatus sociales distintos, se tratan como hermanos. Todo lo comparten. Comen juntos, celebran juntos, ríen y lloran juntos. El extranjero ya no está solo. Ahora tiene un Padre y también hermanos.

El cristianismo creció exponencialmente cuando se mantuvo como una “red abierta”, conectada con la vida de los no cristianos. ¿De qué sirve una lámpara escondida en un cajón? A todos se les ofrecía refugio de un mundo que, de una u otra forma, los oprimía.

Tomando todo esto en cuenta, The Rise of Christianity llega a la muy atinada conclusión de que los grupos familiares y las relaciones de amistad con no cristianos tuvieron un rol fundamental en el proceso de expansión. Al analizar el crecimiento de grupos religiosos relativamente nuevos, como los mormones, Stark llegó a la conclusión de que es mucho más probable que una persona se convierta a una nueva religión si un familiar o amigo ya es parte de él. En otras palabras, la predicación a personas con alguna relación de amistad o parentesco tiene un mayor índice de éxito. También, sugiere que es más fácil que una persona se convierta y permanezca en su nueva fe si desarrolla relaciones de apego más fuertes dentro del grupo que afuera. Y los cristianos se caracterizaban precisamente por eso.

Lo más irónico de todo esto, es que al principio esta apertura topó con cierta oposición dentro de la Iglesia. Algunos de los primeros cristianos, de origen judío, no concebían la idea de que Dios ofreciera perdón a los gentiles, a quienes seguían considerando inferiores. Los judíos convertidos, aferrándose a sus tradiciones, requerían que los creyentes gentiles se circuncidaran y siguieran sus lineamientos rigurosos. La discusión de este tema fue acalorada y generó problemas, como podemos leer en Hechos, pero pronto Dios mismo convenció a su Iglesia de que Él es Dios no solo de una nación, sino de todo el universo. Ahora, sin ataduras étnicas ni prejuicios humanos, el Evangelio pudo extenderse por toda la tierra.

El papel de las mujeres

En medio de la gran cantidad de voces que hoy acusan al cristianismo de ser una religión patriarcal y sexista, es fácil olvidar que en sus inicios, el cristianismo era especialmente atractivo para las mujeres. Más importante aún, se tiende a omitir el hecho de que fue gracias al cristianismo que el concepto de igualdad de género y de la dignidad de todo ser humano se extendió en el mundo occidental.

La vida en el Imperio Romano era particularmente difícil para las mujeres. El derecho romano las consideraba inferiores, casi al nivel de los niños y los esclavos. La mayoría era obligada a casarse a los 12 años; algunas tenían que hacerlo incluso antes. Estando casadas, el marido fácilmente podía deshacerse de ellas, y si eran seducidas o violadas, el esposo tenía respaldo legal para abandonarlas. También, si enviudaban, se les obligaba a casarse lo antes posible y sus bienes pasaban a manos de su nuevo cónyuge. Si no lo hacían, lo perdían todo.

El asunto se tornaba peor si tomamos en cuenta que la cantidad de hombres era considerablemente mayor, y una de las razones principales de este desbalance era la tan extendida y arraigada costumbre del aborto y el infanticidio.

En el mundo greco-romano era completamente normal matar o abandonar a los niños recién nacidos: los pobres lo hacían por razones económicas; los ricos, para evitar tener que dividir aún más el patrimonio de la familia. Otros lo hacían para ocultar sus relaciones secretas o para deshacerse de un niño enfermo o débil. La ley lo permitía e incluso hasta lo recomendaba. Otros no esperaban y preferían recurrir al aborto. Sin embargo, los rudimentarios métodos casi siempre mataban también a la madre; y por supuesto, éstas no tenían ni voz ni voto en la decisión de abortar. Si se les ordenaba hacerlo, no tenían otra opción.

A pesar de que el aborto y el infanticidio afectaba a ambos sexos, la aplastante mayoría de afectadas eran mujeres. Stark menciona, como un ejemplo revelador, un estudio arqueológico realizado en la ciudad de Delfos (hoy, en Grecia), que reveló que, de 600 familias analizadas, solo 6 de ellas criaron a más de una mujer.

Una carta del siglo I nos da otro chocante testimonio acerca de la naturalidad con la que todo esto era visto. Escrita por un tal Hilarion a su esposa embarazada, ha llamado la atención de muchos investigadores por el extraordinario contraste entre la preocupación del hombre por su esposa y su esperado hijo varón, y la absoluta insensibilidad ante la posibilidad de que nazca una niña:

Estoy aún en Alejandría y no te preocupes si todos regresan y yo me quedo. Te ruego que cuides de nuestro hijito y tan pronto como me paguen te haré llegar el dinero. Si das a luz, consérvalo si es varón, y si es hembra, desembarázate de ella. Me has escrito que no te olvide. ¿Cómo iba a olvidarte? Te suplico que no te preocupes.

En un escenario tan desfavorable, el cristianismo prometía salvación –no solo espiritual, sino también social– para la mujer. El mensaje de Jesús ofrecía dignidad, igualdad y libertad, y esto lo hacía irresistible.

Un punto muy importante a tomar en cuenta, es que al convertirse en cristianas, las mujeres obtenían una posición más ventajosa que en la sociedad pagana. Tenían participación activa y liderazgo dentro del grupo (lo cual queda en evidencia en textos como Romanos 16:1-17) y sus condiciones cambiaban considerablemente.

La moral cristiana tenía estrictas normas en cuanto a la fidelidad conyugal, y a diferencia del mundo pagano, el adulterio masculino era tan mal visto como el femenino. Las mujeres cristianas usualmente se casaban en una edad más tardía y algunas incluso tenían la suerte de poder elegir a su esposo. También, las viudas eran bien recibidas, e incluso, en lugar de ser obligadas a casarse de nuevo, muchas veces se les instaba a mantenerse libres de compromisos.

Por otro lado, el cristianismo prohibía tajantemente el aborto y el infanticidio, así que en pocos años dentro del grupo existió una proporción más grande de mujeres, y por tanto, una tasa de natalidad mucho mayor que en la sociedad pagana (nacían más cristianos que paganos). Además, esta mayor proporción de mujeres, en una sociedad donde más bien pasaba lo contrario, condujo a que muchas de ellas se casaran con hombres no cristianos, que con el tiempo eran convertidos a la fe de sus esposas. Estas “conversiones secundarias” también fueron un factor crucial en el crecimiento del cristianismo.

Quisiera subrayarlo una y otra vez: el papel de la mujer fue fundamental en la expansión del cristianismo. Y esto se debió en buena parte a que en la Iglesia encontraron refugio de un mundo que las odiaba. Y como la mujer que conoció a Jesús en el pozo, se encargaron de esparcir apasionadamente las buenas nuevas de libertad: el Mesías ha llegado y nos vino a declarar todas las cosas. Y todos alrededor dijeron: “Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo”.

El triunfo del cristianismo

A pesar de los beneficios, unirse al cristianismo en sus primeros siglos de historia también requería de gran sacrificio e implicaba un gran estigma social. A los cristianos, al igual que hoy, se les veía como inferiores y culturalmente inaceptables.

Los enemigos del cristianismo propagaban rumores falsos. Como no participaban de la adoración de los dioses y el Emperador, los paganos acusaban a los cristianos de ser ateos y enemigos del Imperio. Afirmaban además que éstos practicaban el canibalismo, al escuchar que ellos comían del “cuerpo de Cristo”. Decían que practicaban la necrofilia, porque se reunían frecuentemente en las catacumbas. También esparcieron rumores de que organizaban orgías en sus banquetes denominados Ágapes –que significa amor en griego-, y les acusaban de incestuosos por su costumbre de llamarse unos a otros “hermanos” y “hermanas”.

Da mucho que pensar que la primera representación artística conocida de la crucifixión de Jesús es un grafiti que se burla de un cristiano. Hallado en un muro de un edificio en un sitio arqueológico de Roma, el dibujo representa a un hombre con cabeza de burro crucificado y junto a él otro hombre con la mano levantada. Bajo el dibujo hay un texto escrito en griego que dice “Alexámenos adorando a su dios”.

Durante ciertos periodos de tiempo, la persecución también fue física. Basta con dar un vistazo a la extensa lista de mártires que fueron torturados y asesinados por causa de su fe. Sin embargo, contra toda lógica humana, los cristianos no respondieron con violencia. Más bien, iban voluntariamente a su martirio mientras oraban por sus enemigos. Esto brindó una credibilidad invaluable a su mensaje.

Todo este proceso de sacrificio y estigma también tenía otro aspecto positivo: asustaba a los “oportunistas religiosos” que solo buscaban los beneficios de pertenecer al grupo sin tener que comprometerse. Así, la persecución, la burla y el rechazo ahuyentó a muchos que no estaban dispuestos a darlo todo. El cristianismo creció como un movimiento sólido, con seguidores comprometidos, que habían invertido todo en su fe y por lo tanto no podían darse el lujo de ser tibios. Era todo o nada.

Escenarios similares

Ciertamente, la historia se repite. A pesar de que durante siglos el cristianismo gozó de un poder e influencia inigualable en la sociedad occidental, el panorama cada vez se parece más al de los primeros siglos de esta era. Durante mucho tiempo ser cristiano fue la “norma”, pero ahora, como en el mundo romano, ser cristiano es cada vez menos atractivo. Como Iglesia, ¿qué haremos? ¿Dejaremos de satisfacer a nuestro propio ego y finalmente decidiremos vivir como Cristo? ¿Seguiremos ignorando a los rechazados, a los inmigrantes y a los oprimidos, o les ofreceremos la libertad física y espiritual que Cristo promete? ¿Nos haremos de oídos sordos ante la evidente necesidad del Evangelio en un mundo cada vez más dañado?

Al final, la expansión del cristianismo no parece tan sorprendente cuando consideramos lo verdaderamente asombroso: que el único Dios, todopoderoso, creador del universo, se hizo hombre, y como hombre testificó y luego murió pagando así el precio por nuestros pecados.

Cuando queramos desmayar, recordemos que lo que parecía imposible pasó. La historia de la humanidad es básicamente un testimonio de cómo Dios ha actuado siempre a favor de quienes lo aman, entonces, ¿cómo no confiaremos en que lo seguirá haciendo hasta el final de los tiempos?

La Iglesia no es huérfana. No está a su propia suerte. Tiene un Padre y Esposo que prometió que ni las puertas del infierno prevalecerán contra ella.

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